Al inicio del tercer milenio, las
izquierdas se debaten entre dos desafíos principales: la relación entre
democracia y capitalismo; y el crecimiento económico infinito (capitalista o
socialista) como indicador básico de desarrollo y progreso.
En este texto voy a centrarme en el primer desafío.
En este texto voy a centrarme en el primer desafío.
Contra lo que el sentido común de los
últimos cincuenta años puede hacernos pensar, la relación entre democracia y
capitalismo siempre fue una relación tensa, incluso de contradicción. Lo fue,
ciertamente, en los países periféricos del sistema mundial, en lo que durante mucho
tiempo se denominó Tercer Mundo y hoy se designa como Sur global. Pero también
en los países centrales o desarrollados la misma tensión y contradicción
estuvieron siempre presentes. Basta recordar los largos años de nazismo y
fascismo.
Un análisis más detallado de las
relaciones entre capitalismo y democracia obligaría a distinguir entre
diferentes tipos de capitalismo y su dominio en distintos períodos y regiones
del mundo, y entre diferentes tipos y grados de intensidad de la democracia. En
estas líneas concibo al capitalismo bajo su forma general de modo de producción
y hago referencia al tipo que ha dominado en las últimas décadas: el
capitalismo financiero.
En lo que respecta a la democracia, me centro en la democracia representativa tal como fue teorizada por el liberalismo.
En lo que respecta a la democracia, me centro en la democracia representativa tal como fue teorizada por el liberalismo.
El capitalismo sólo se siente seguro si
es gobernado por quien tiene capital o se identifica con sus
"necesidades", mientras que la democracia es idealmente el gobierno
de las mayorías que no tienen capital ni razones para identificarse con las
"necesidades" del capitalismo, sino todo lo contrario.
El conflicto es, en el fondo, un conflicto de clases, pues las clases que se identifican con las necesidades del capitalismo (básicamente, la burguesía) son minoritarias en relación con las clases que tienen otros intereses, cuya satisfacción colisiona con las necesidades del capitalismo (clases medias, trabajadores y clases populares en general). Al ser un conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la concentración de riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro, la reivindicación de la redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y sus familias.
La burguesía siempre ha tenido pavor a que las mayorías pobres tomen el poder y ha usado el poder político que le concedieron las revoluciones del siglo XIX para impedir que eso ocurra. Ha concebido la democracia liberal como el modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron en el tiempo, pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las instituciones, corrupción de los políticos, legalización del lobby… Y siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces.
El conflicto es, en el fondo, un conflicto de clases, pues las clases que se identifican con las necesidades del capitalismo (básicamente, la burguesía) son minoritarias en relación con las clases que tienen otros intereses, cuya satisfacción colisiona con las necesidades del capitalismo (clases medias, trabajadores y clases populares en general). Al ser un conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la concentración de riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro, la reivindicación de la redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y sus familias.
La burguesía siempre ha tenido pavor a que las mayorías pobres tomen el poder y ha usado el poder político que le concedieron las revoluciones del siglo XIX para impedir que eso ocurra. Ha concebido la democracia liberal como el modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron en el tiempo, pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las instituciones, corrupción de los políticos, legalización del lobby… Y siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces.
Después de la Segunda Guerra Mundial,
muy pocos países tenían democracia, vastas regiones del mundo estaban sometidas
al colonialismo europeo, que servía para consolidar el capitalismo
euro-norteamericano, Europa estaba devastada por una guerra que había sido
provocada por la supremacía alemana, y en el Este se consolidaba el régimen
comunista, que aparecía como alternativa al capitalismo y a la democracia
liberal.
En este contexto surgió en la Europa más desarrollada el llamado capitalismo democrático, un sistema de economía política basado en la idea de que, para ser compatible con la democracia, el capitalismo debería ser fuertemente regulado, lo que implicaba la nacionalización de sectores clave de la economía, un sistema tributario progresivo, la imposición de las negociaciones colectivas e incluso, como sucedió en la Alemania Occidental de la época, la participación de los trabajadores en la gestión de empresas.
En el plano científico, Keynes representaba entonces la ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el plano político, los derechos económicos y sociales (derechos al trabajo, la educación, la salud y la seguridad social, garantizados por el Estado) habían sido el instrumento privilegiado para estabilizar las expectativas de los ciudadanos y para enfrentar las fluctuaciones constantes e imprevisibles de las “señales de los mercados”. Este cambio alteraba los términos del conflicto distributivo, pero no lo eliminaba. Por el contrario, tenía todas las condiciones para instigarlo después de que el crecimiento económico de las tres décadas siguientes se atenuara. Y así sucedió.
En este contexto surgió en la Europa más desarrollada el llamado capitalismo democrático, un sistema de economía política basado en la idea de que, para ser compatible con la democracia, el capitalismo debería ser fuertemente regulado, lo que implicaba la nacionalización de sectores clave de la economía, un sistema tributario progresivo, la imposición de las negociaciones colectivas e incluso, como sucedió en la Alemania Occidental de la época, la participación de los trabajadores en la gestión de empresas.
En el plano científico, Keynes representaba entonces la ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el plano político, los derechos económicos y sociales (derechos al trabajo, la educación, la salud y la seguridad social, garantizados por el Estado) habían sido el instrumento privilegiado para estabilizar las expectativas de los ciudadanos y para enfrentar las fluctuaciones constantes e imprevisibles de las “señales de los mercados”. Este cambio alteraba los términos del conflicto distributivo, pero no lo eliminaba. Por el contrario, tenía todas las condiciones para instigarlo después de que el crecimiento económico de las tres décadas siguientes se atenuara. Y así sucedió.
Desde 1970, los Estados centrales han
estado manejando el conflicto entre las exigencias de los ciudadanos y las
exigencias del capital mediante el recurso a un conjunto de soluciones que
gradualmente fueron dando más poder al capital. Primero fue la inflación
(1970-1980); después, la lucha contra la inflación, acompañada del aumento del
desempleo y del ataque al poder de los sindicatos (desde 1980), una medida
complementada con el endeudamiento del Estado como resultado de la lucha del
capital contra los impuestos, del estancamiento económico y del aumento de los
gastos sociales originados en el aumento del desempleo (desde mediados de
1980), y luego con el endeudamiento de las familias, seducidas por las facilidades
de crédito concedidas por un sector financiero finalmente libre de regulaciones
estatales, para eludir el colapso de las expectativas respecto del consumo, la
educación y la vivienda (desde mediados de 1990).
Hasta que la ingeniería de las soluciones
ficticias llegó a su fin con la crisis de 2008 y se volvió claro quién había
ganado en el conflicto distributivo: el capital. La prueba fue la conversión de
la deuda privada en deuda pública, el incremento de las desigualdades sociales
y el asalto final a las expectativas de una vida digna de las mayorías (los
trabajadores, los jubilados, los desempleados, los inmigrantes, los jóvenes en
busca de empleo) para garantizar las expectativas de rentabilidad de la minoría
(el capital financiero y sus agentes). La democracia perdió la batalla y sólo
evitará ser derrotada en la guerra si las mayorías pierden el miedo, se rebelan
dentro y fuera de las instituciones y fuerzan al capital a volver a tener
miedo, como sucedió hace sesenta años.
En los países del Sur global que
disponen de recursos naturales, la situación es, por ahora, diferente. En
algunos casos, por ejemplo en varios países de América Latina, hasta puede
decirse que la democracia se está imponiendo en el duelo con el capitalismo, y
no es por casualidad que en países como Venezuela y Ecuador se comenzó a
discutir el tema del socialismo del siglo XXI, aunque la realidad esté lejos de
los discursos. Hay muchas razones detrás, pero tal vez la principal haya sido
la conversión de China al neoliberalismo, lo que provocó, sobre todo a partir
de la primera década del siglo XXI, una nueva carrera por los recursos
naturales.
El capital financiero encontró ahí y en la especulación con productos alimentarios una fuente extraordinaria de rentabilidad. Esto permitió que los gobiernos progresistas -llegados al poder como consecuencia de las luchas y los movimientos sociales de las décadas anteriores- pudieran desarrollar una redistribución de la riqueza muy significativa y, en algunos países, sin precedentes. Por esta vía, la democracia ganó nueva legitimidad en el imaginario popular. Sin embargo, por su propia naturaleza, la redistribución de la riqueza no puso en cuestión el modelo de acumulación basado en la explotación intensiva de los recursos naturales y, en cambio, la intensificó. Esto estuvo en el origen de conflictos -que se han ido agravando- con los grupos sociales ligados a la tierra y a los territorios donde se encuentran los recursos naturales, los pueblos indígenas y los campesinos.
El capital financiero encontró ahí y en la especulación con productos alimentarios una fuente extraordinaria de rentabilidad. Esto permitió que los gobiernos progresistas -llegados al poder como consecuencia de las luchas y los movimientos sociales de las décadas anteriores- pudieran desarrollar una redistribución de la riqueza muy significativa y, en algunos países, sin precedentes. Por esta vía, la democracia ganó nueva legitimidad en el imaginario popular. Sin embargo, por su propia naturaleza, la redistribución de la riqueza no puso en cuestión el modelo de acumulación basado en la explotación intensiva de los recursos naturales y, en cambio, la intensificó. Esto estuvo en el origen de conflictos -que se han ido agravando- con los grupos sociales ligados a la tierra y a los territorios donde se encuentran los recursos naturales, los pueblos indígenas y los campesinos.
En los países del Sur global con
recursos naturales pero sin una democracia digna de ese nombre, el boom de
los recursos no trajo ningún impulso a la democracia, pese a que, en teoría,
condiciones más propicias para una resolución del conflicto distributivo
deberían facilitar la solución democrática y viceversa. La verdad es que el
capitalismo extractivista obtiene mejores condiciones de rentabilidad en
sistemas políticos dictatoriales o con democracias de bajísima intensidad
(sistemas casi de partido único), donde es más fácil corromper a las élites, a
través de su involucramiento en la privatización de concesiones y las rentas
del extractivismo. No es de esperar ninguna profesión de fe en la democracia
por parte del capitalismo extractivista, incluso porque, siendo global, no
reconoce problemas de legitimidad política. Por su parte, la reivindicación de
la redistribución de la riqueza por parte de las mayorías no llega a ser oída
por falta de canales democráticos y por no contar con la solidaridad de las
reducidas clases medias urbanas que reciben las migajas del rendimiento
extractivista. Las poblaciones más directamente afectadas por el extractivismo
son los indígenas y campesinos, en cuyas tierras están los yacimientos mineros
o donde se pretende instalar la nueva economía agroindustrial. Son expulsados
de sus tierras y sometidos al exilio interno. Siempre que se resisten son
violentamente reprimidos y su resistencia es tratada como un caso policial. En
estos países, el conflicto distributivo no llega siquiera a existir como
problema político.
De este análisis se concluye que la
actual puesta en cuestión del futuro de la democracia en Europa del sur es la
manifestación de un problema mucho más vasto que está aflorando en diferentes
formas en varias regiones del mundo. Pero, así formulado, el problema puede
ocultar una incertidumbre mucho mayor que la que expresa. No se trata sólo de
cuestionar el futuro de la democracia. Se trata, también, de cuestionar la
democracia del futuro.
La democracia liberal fue históricamente derrotada por el capitalismo y no parece que la derrota sea reversible. Por eso, no hay que tener esperanzas de que el capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en la derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo repugnantemente injusto y descontroladamente violento debe centrarse en buscar una concepción de la democracia más robusta, cuya marca genética sea el anticapitalismo. Tras un siglo de luchas populares que hicieron entrar el ideal democrático en el imaginario de la emancipación social, sería un grave error político desperdiciar esa experiencia y asumir que la lucha anticapitalista debe ser también una lucha antidemocrática. Por el contrario, es preciso convertir el ideal democrático en una realidad radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como el capitalismo no ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de opresión, principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia revolucionaria -el nombre poco importa-, pero debe ser necesariamente una democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para acomodarse a las exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse en dos principios: la profundización de la democracia sólo es posible a costa del capitalismo; y en caso de conflicto entre capitalismo y democracia, debe prevalecer la democracia real.
La democracia liberal fue históricamente derrotada por el capitalismo y no parece que la derrota sea reversible. Por eso, no hay que tener esperanzas de que el capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en la derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo repugnantemente injusto y descontroladamente violento debe centrarse en buscar una concepción de la democracia más robusta, cuya marca genética sea el anticapitalismo. Tras un siglo de luchas populares que hicieron entrar el ideal democrático en el imaginario de la emancipación social, sería un grave error político desperdiciar esa experiencia y asumir que la lucha anticapitalista debe ser también una lucha antidemocrática. Por el contrario, es preciso convertir el ideal democrático en una realidad radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como el capitalismo no ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de opresión, principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia revolucionaria -el nombre poco importa-, pero debe ser necesariamente una democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para acomodarse a las exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse en dos principios: la profundización de la democracia sólo es posible a costa del capitalismo; y en caso de conflicto entre capitalismo y democracia, debe prevalecer la democracia real.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo
y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coímbra
(Portugal).
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